martes, 21 de octubre de 2008

FOTO AMARILLENTA (I)

He visto una foto amarillenta con tres niñas de unos doce años. Un retrato, una de ellas sentada, las otras dos de pie. Las tres mirando a la cámara muy serias, quizás algo tristes. La niña sentada eras tú y mi concuñado al verte dijo que tenías leucemia. Pero fue a mí a quien susurraste la historia verdadera. No la que ocurrió sino la que podía estar pasando por tu cabeza cuando te hiciste la foto con tu prima y tu vecina.

Al entrar al estudio del fotógrafo lleno de fotos enmarcadas de paraguas abiertos, de decorados de cartón, de sillas y sillones de distintas alturas, tropezaste con un hombre alto que salía. Un marino francés de unos cincuenta años, ojos claros, grandes bigotes pelirrojos y un tití sobre el hombro izquierdo de la trenca azul. Aquel hombrón de pelo cano y voz quebrada por el coñac o el ron se disculpó mirándote directamente a los ojos y tu te pusiste blanca al navegar un instante por los siete mares de sus ojos.

Tuvisteis que esperar a que saliera un bebé de unos ocho meses con sus padres y en la espera, mientras tus amigas continuaban la interminable discusión sobre quén de las tres estaría sentada en aquel enorme sillón de mimbre tu viste al viejo marino en el bar del Callejon de los Negros al lado del puerto. Viste a tu padre tambíen allí, escuchando las mil historias de los navegantes que no estaban aún enfermos como él y sí podían salir a la mar. Viste cómo tu padre invitaba al marino francés a un vaso de ron de caña de Puerto Real, para poder hablar más íntimamente con él porque había dicho que deseaba comprar una niña virgen para casarse con ella y vivir en paz en un pequeño pueblo sin mar de la campiña francesa.

-La mar- decía el marino- no es una buena mujer siempre está esperando un descuido para ponerte los cuernos.

Tu padre empezó a hablarle y a contarle sus historias de cocinero mercante y el marino contó las suyas, y los dos rieron y bebieron y lloraron y recordaron y hubo un momento en la noche en que ya nadie quería oir al francés ni a tu padre en el bar, aún así continuaron las historias, incluso se mostraron cicatrices de naufragios y morenas y tatuajes con nombres de mujer de taberna.

-A mí la mar me echó de su cama -dijo tu padre-, al menos, el médico dice que no podré embarcarme más.

Después de muchas invitaciones de un lado a otro llegó la hora de ir a dormir y tu padre acompañó al francés del mono en el hombro. Sólo los perros callejeros y los serenos arrastraban su vigilia por las calles.

-Sabe, es usted un buen hombre -dijo tu padre- si es verdad que quiere comprar una mujer y promete que la tratará bien, yo le vendo a mi hija.

- Es verdad, y la trataré como a una reina. Además pormeto que no verá jamás la mar una vez vivamos en la campiña, así no se me enfermará de nostalgia.- Dijo el francés mientras caminaba como si se acabase de bajar del barco.

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