jueves, 30 de octubre de 2008

Cuento conversación para bares: CONOCETE A TI MISMO


Durante una época en mi vida me sentí atraído por las filosofías orientales. Por las artes marciales no, porque, aunque todas al parecer tienen su filosofía, no soy yo muy amigo de ir dándole guantazos y patadas a la gente. Además siempre he pensado que la mejor defensa es bajar de diez segundos en los cien metros, pero como podrán comprobar por el volumen de cerveza en mi prominente estomago, tampoco soy bueno defendiéndome.

Pensé que la filosofía más antigua tenía que ser la china y me compré una versión poética del Tao te kin de Lao Tse. Como no me enteré de nada me compré una versión glosada del Tao Te kin de Lao Tse. Lo poco que había entendido de la versión poética resultó estar interpretado al revés en la versión glosada. Así que decidí que lo mejor era que me apuntase a un curso de filosofía oriental y esto me lo aclararía todo.

Decidí empezar por lo que me pareció más sencillo. El cartel decía CONOCETE A TI MISMO. INTRODUCCION A LA FILOSOFIA ORIENTAL. Impartido por el famoso profesor chinoespañol, o hispanochino como quieran Li Tung Martínez. Yo no lo conocía de nada pero con ese nombre seguro que era famoso, al menos en su colegio todo el mundo lo conocería por el del nombre raro.

Cuando fui a apuntarme al curso, resultó que valía 300 euros por tres días completos con comidas y todo en un hotel de Chiclana Centro, nada de playa, y a dormir a tu casa. Eso sí, para estudiantes valía 290. Como me pareció caro y no era estudiante no me apunté. Pero mientras iba para mi casa en el autobús decidí que no iba a renunciar a aprender algo. Además para conocerme a mí mismo teniéndome tan cerca tampoco hacía falta pagar 300.

Así que decidí irme de marcha conmigo mismo para empezar a conocerme mejor. Hombre, yo creo que es mejor en un ambiente distendido, tomar unas copas, escuchar música. No es que yo quisiera ligar conmigo mismo sino que me parecía más lógico en una primera cita para que no me diera corte hablarme, porque aunque ustedes me ven aquí yo soy un poco cortadillo, encima tampoco sabía cómo era yo mismo, porque si yo mismo era más cortado que yo íbamos a tener que tomarnos unas cuantas para soltar la lengua.

Quedé conmigo el jueves por la noche. Pensé que si a mí me gustaban los cuentos, a mi mismo seguramente también me gustarían y me sentiría más seguro entre los habituales de los cuentos, porque conozco a varios y si la cosa iba mal siempre podría darme plantón a mí mismo y refugiarme en la conversación con mis conocidos. Aunque la verdad me pregunté si yo mismo conocería a la misma gente que yo. Por una parte estaría guay tener amigos comunes conmigo mismo, pero por otra, si yo mismo me ponía a hablar y no me hacía caso poco nos íbamos a conocer. Decidí que me quedaría en el lado de la barra más alejado del escenario y que ya se vería cómo avanzaba la noche. La ventaja de quedar un jueves es que si la cosa no va como a uno le gusta o se ve uno en un aprieto siempre puede decir que mañana tiene que trabajar y que adiós me voy a dormir. (Veo por las sonrisas que alguna ha usado ya esa excusa, no se me ocurrió a mi, me la dijeron).


Llegué al mismo tiempo que yo mismo y eso me gustó, no me gusta esperar ni hacer esperar. Nos pusimos en el lado más alejado del escenario y pedí dos cervezas, una para mí y otra para mí mismo. Claro, como yo y yo mismo somos el mismo y tenemos el mismo cuerpo aunque uno se vea más delgado que otro en distintos momentos y depende de con qué ropa, la verdad es que la cerveza la bebíamos por la misma boca, con lo cual decidimos que en vez de bebernos por turnos la nuestra nos tomaríamos primero una y después la otra, aunque la segunda ya no estaba tan fría.

A pesar de la timidez, del "bueno que" y el "ya ves" y "aquí" y "eso", la cosa no funcionó demasiado mal, y a la mitad de la segunda cerveza ya hablaba con fluidez conmigo mismo, y cogíamos confianza a pasos agigantados. Las pibas eran uno de nuestros lugares comunes porque a los dos nos gustaban las mismas y nos dábamos la razón cuando hacíamos algún comentario sobre los atributos de alguna que acababa de entrar.

A la cuarta cerveza yo creo que podría decir que yo y yo mismo éramos bastante colegas, e incluso con el punto que teníamos, decidimos ligar ahora que estaba el descanso de los cuentos. Fue entonces cuando llegó la primera duda filosófica fuerte, si ligábamos quien estaba ligando, y si llegábamos a los extremos pretendidos, con quién se acostaría ella, conmigo o conmigo mismo, porque no era igual aunque lo pareciera. Para no perder la noche en profundidades decidimos dejar ese discernimiento para cuando no estuvieramos bajo los evidentes efectos del alcohol y conformarnos con lo que en Cádiz se llama "morsegá a las piba", que viene a ser ver lo buenas que están y comentarlo con los colegas, en este caso yo mismo que ya me consideraba bastante colega.

En una de las veces que fui al servicio pensé que en realidad tampoco me estaba conociendo demasiado profundamente pero que por lo menos para una marcha, yo mismo era un tío simpático y divertido, así que me invité a un par de copas más y cuando nos echaron del bar nos tratábamos como colegas de toda la vida. Bueno, en realidad habíamos estado toda la vida juntos, lo que pasa es que habíamos coincidido poco.

Bueno quillo, tu pa dónde va, me dije a mi mismo y me contesté que vivía conmigo, así pude ir charlando hasta mi casa y la verdad es que estuvo bien ese punto filosófico de la charla en plena madrugada por las solitarias calles gaditanas llenas de borrachos, con la ventaja añadida de que no nos quedamos charlando y pasando frío en el portal de ninguna casa.

Ya cuando nos acostamos juntos empezamos a recordar las características fundamentales y que más saltaban a la vista de las chicas que habían estado en el bar ese jueves, y la verdad es que nos empezamos a caldear y llegados a un punto, no se si llamarlo ramalazo gay porque hacerlo con uno mismo aunque uno sea del mismo sexo que uno mismo, no es lo mismo, al menos eso creo yo. Prefiero decir que practiqué el onanismo conmigo y que cuando ya estabamos relajados y a punto de dormirnos dijimos de quedar para otra noche loca, aunque no nos besamos ni nada de eso algunas caricias tiernas sí que nos hicimos.

Pero la verdad es que a la mañana siguiente me dio corte, y no me hablé, y aunque a veces nos reprendemos mutuamente, la verdad es que ya no hemos quedado más, quizás fuimos excesivamente cariñosos para una primera cita, o quizás realmente nos haga falta alguien que nos presente formalmente, algún maestro de filosofía oriental o algo así.

lunes, 27 de octubre de 2008

Vaqueros


Javier Osorio había visto los pantalones en el escaparate. Le habían gustado. Era fácil. Llegar, pedir los de su talla, pagar y llevárselos. Listo. Ninguna complicación. ¿Por qué no te los pruebas?, le dijo ella, a veces las tallas son distintas de unas marcas a otras. No, seguro que me quedan bien. Pruébatelos a esta hora no hay gente y todos los probadores están vacíos. Los vaqueros le quedaban grandes, además te hacen unos bultos muy feos aquí ¿ves?, le tocó cerca de, cerca de, y le ofreció otros vaqueros, de otro color y más caros. Estás más atractivo con esos, dijo ella, te hacen el trasero más bonito, y le sonrió.

Y él como un bobo había caído de nuevo. Se había gastado diez euros más de lo que pensaba en unos vaqueros que seguramente no se pondría porque le apretaban precisamente el culo. Ir a comprar ropa a las cuatro de la tarde no era buena idea. No era buena idea dejarse convencer por cualquier sonrisa de pechos grandes y ojos claros. Era estúpido. Necesitaba un café.


Puso la bolsa del pantalón en la barra y pidió un manchado.Estaba solo en el bar. Verá, acabo de encender la máquina de café y tendrá que esperar unos minutos, si prefiere una copa se la pongo ahora mismo. A Javier Osorio sólo le faltaba eso. Que no, cojones, gritó, he dicho que quiero un manchado y quiero un manchado, o es que hoy todo el mundo me va a convencer de que compre algo que no quiero. El camarero había dado un paso atrás mientras Javier gritaba, después de un instante para reponerse le dijo, tranquilícese caballero puede usted esperar si quiere... Perdona, le interrumpió Javier, seguramente si fueras una piba con dos buenas peras me hubiera tomado lo que me dijeras sin rechistar. La verdad es que no tienes la culpa. Perdona.


Está bien caballero, no se preocupe, le dijo el camarero, ¿Ha tenido una mala experiencia? le preguntó para facilitar el desahogo del cliente. Y Javier se desahogó, y de paso, mientras iba contando, aprovechaba para insultarse a si mismo por lo memo que era. Empezó a tomarse el manchado. Si es que siempre me pasa igual dijo, como soy tan tímido..., y en ese momento entró ella.

Hola, Juan, ¿qué tal la tarde? le dijo al camarero, hola que hay, le dijo a él con un tono que dejaba ver que aún le recordaba, y se sentó dejando un taburete de separación entre los dos.

Lo notaba. Notaba que se estaba poniendo colorado, sentía el calor en las mejillas, en las orejas, y cómo ese calor subía hasta la coronilla. Seguro que estaba más rojo que los taburetes de la barra y ella lo estaría notando y el camarero se estaría riendo por dentro.

Pues aquí, que me he ganado una bronca por tu culpa, dijo el camarero mientras le ponía el cortado de todos los días. Cómo sabe..., empezó a decir Javier y el camarero le señaló la bolsa con la cabeza. ¿Y por qué? dijo ella.

Este señor dice que le has vendido un pantalon que no le gusta pero que como estás buena no te ha dicho nada porque le intimidas con las dos peras que tienes y la ha pagado conmigo.

Javier no explotó. Pensó que la vergüenza y lo colorado que estaba harían que su cabeza estallase, pero no. Ella, mientras el camarero hablaba le había estado mirando a él. Y él, en vista de que su deseo de ser tragado por la tierra tampoco se había cumplido, pensó que lo mejor era decir algo.

Tiene razón, yo me vuelvo muy tímido con las mujeres que..., dijo mirando al suelo como un niño al que le acaban de reñir.

Ella sonrió y le preguntó, ¿te gusto? le gustas a cualquiera, dijo él, estás muy, muy..., quiero decir que tienes unas..., bueno eso, que sí que me gustas.

¿Y por qué en vez de comprarme unos pantalones no me has invitado a cenar?

Pues yo..., yo..., ¿quieres cenar conmigo esta noche? preguntó él.

Si te pones ese vaquero que te hace el culito respingón sí, respondió ella.

sábado, 25 de octubre de 2008

FOTO AMARILLENTA (final)

Cuando reparaste en él tu padre ya le estaba hablando. Como tu madre y tú os acercasteis, él te dejó el tití par que te distrajeras mientras ellos elegían la balanza romana en la que te ibas a subir. Te quitaron el mono para pesarte y te fuiste a pasear por el puerto con la maleta de cartón, tu madre y el animal, -llévatelo y después te lo traes al barco-, te dijo el marino y a tí te pareció bien, aunque no sabías cómo encontrarías su barco. Al mirar atrás desde la gran puerta de la lonja, viste cómo subían un saco en la misma romana que a tí y tu padre y aquel hombre alto seguían hablando. -Lo debió conocer cuando era cocinero mercante,- pensaste.

El paseo terminó delante de un barco pesquero grande, allí esperaban tu padre y el hombre del bigote rojo. Tu padre te dió un beso y tu madre te abrazó, lloró un poquito y te dijo: -te vas con este hombre, sé buena y pórtate bien.-

Cuando entraste en el barco se retiró la pasarela y tu padre desató el cabo y lo lanzó al barco. Dijiste adiós con una mano y con la otra acariciabas al tití sin comprender todavía lo que había pasado...

Todo volvió a ser real cuando te tocó el turno del retrato y el sillón fue a suertes porque la foto la pagasteis entre las tres, pero igual te tocó a ti. El fotógrafo te dió el resguardo y en la historia que me susurraste mientras yo miraba la foto, el resguardo te lo llevaste con el marino francés a la campiña francesa.

¡Vaya olvido! Tu madre fue a recoger la foto y no se la daban sin resguardo.

- Aunque sea su hija, -dijo el fotógrafo-, si no tiene el resguardo tendrá que esperar diez años para poder comprarla.
- Pero no puedo estar diez años sin ver la foto-.

- Si en un mes no viene nadie con el resguardo la tengo que poner en el escaparate durante diez años señora, lo siento.-

Y durante diez años la mirada de tu madre a través del cristal fue poniendo amarilla la foto.

Tal vez tu hermana es ahora mi suegra o algún hijo del fotógrafo llevó la foto hasta donde la vimos. Tal vez mi concuñado tuviera razón y fueras una niña con leucemia, pero esa historia tendrá que escribirla él.

jueves, 23 de octubre de 2008

FOTO AMARILLENTA (II)

-¿Edad?- preguntó de repente.
- Diecisiete-, dijo tu padre pensando en tu hermana Rosa.
- No, de más de diez y menos de trece, que tengo que ensañarla a cuidarme y a cuidar a nuestros hijos.

Tu tenías doce y aunque tu padre te pensaba báculo de su vejez, el francés dijo que pagaba tres veces mil el peso si era más de cuarenta y menos de cincueta kilos.

En la puerta del hostal un joven marinero descubría que las prostitutas dicen no cuando dudan de la solvencia del cliente y el francés quedó con tu padre al mediodía, a la hora de cerrar la lonja, para pesarte y contar el dinero.

Aquella mañana te regalaron la posibilidad de hacerte una foto. Por primera vez en tus trece delgados años te dieron dinero. Llamaste corriendo a tu prima en el edificio de enfrente y a tu vecina, os pusisteis el traje del domingo, que por tener muchos domingos y vosotras la edad del estirón os quedaba algo más corto de la moda. Íbais alegres, ilusionadas, sin interés por saber los por qués.

Al entrar en la tienda un viejo marino francés tropezó contigo y tu te perdiste un instante en la nostalgia de mar de sus ojos claros de mirar directo. El tití se te clavó en la memoria y la cara del marino en la imagnación. Una imaginación que no sabía por qué aquél hombre estaba allí, pero que pudo especular muchas historias. Entre ellas, la de que había ido a la tienda del fotógrafo para hacerse su última foto de soltero porque esa misma mañana compraría esposa. Una esposa joven de la que no sabía sino la edad y el peso aproximado. Pero él no era hombre exigente, simplemente le bastaba con que aguantara su peso en la cama y soportara sus eternos silencios de humo de tabaco. Con eso sería feliz.

El sillón de mimbre fue para tí que para eso pagabas. El fotógrafo te dió un resguardo para el día siguiente y al volver a casa emocionada por el retrato tu madre agarró un pequeña maleta de cartón donde podían caber todas tus cosas, pero cuyo significado no entendiste.

Era raro que tus padres te sacaran de paseo, por eso no te sorprendió la maleta que iba con vosotros, ni los besos de tus cinco hermanos mayores y de los tres pequeños que veían tantos besos que también se apuntaron. Te imaginabas que te empezaban a considerar mayor, la prueba era el dinero, la foto, la salida sóla con ellos dos, delante de los ocho hermanos. A partir de hoy, pensaste, ya no me dirán por la calle "niña, ven pa cá un momentito", sino "muchacha, tu me puede hasé un favó".

En la lonja había muchos charcos formados por la nieve derretida sobre el pescado, un olor muy fuerte a pescado crudo que tu llamabas "oló a sardina" y cientos de gaviotas esperando poder agarrar las basuras. Algunos marineros se llevaban a casa el pescado que no se había vendido o lo repartían con algún amigo, otros hombres empezaban a baldear el suelo con cubos de agua y cepillos de cerda dura.

martes, 21 de octubre de 2008

FOTO AMARILLENTA (I)

He visto una foto amarillenta con tres niñas de unos doce años. Un retrato, una de ellas sentada, las otras dos de pie. Las tres mirando a la cámara muy serias, quizás algo tristes. La niña sentada eras tú y mi concuñado al verte dijo que tenías leucemia. Pero fue a mí a quien susurraste la historia verdadera. No la que ocurrió sino la que podía estar pasando por tu cabeza cuando te hiciste la foto con tu prima y tu vecina.

Al entrar al estudio del fotógrafo lleno de fotos enmarcadas de paraguas abiertos, de decorados de cartón, de sillas y sillones de distintas alturas, tropezaste con un hombre alto que salía. Un marino francés de unos cincuenta años, ojos claros, grandes bigotes pelirrojos y un tití sobre el hombro izquierdo de la trenca azul. Aquel hombrón de pelo cano y voz quebrada por el coñac o el ron se disculpó mirándote directamente a los ojos y tu te pusiste blanca al navegar un instante por los siete mares de sus ojos.

Tuvisteis que esperar a que saliera un bebé de unos ocho meses con sus padres y en la espera, mientras tus amigas continuaban la interminable discusión sobre quén de las tres estaría sentada en aquel enorme sillón de mimbre tu viste al viejo marino en el bar del Callejon de los Negros al lado del puerto. Viste a tu padre tambíen allí, escuchando las mil historias de los navegantes que no estaban aún enfermos como él y sí podían salir a la mar. Viste cómo tu padre invitaba al marino francés a un vaso de ron de caña de Puerto Real, para poder hablar más íntimamente con él porque había dicho que deseaba comprar una niña virgen para casarse con ella y vivir en paz en un pequeño pueblo sin mar de la campiña francesa.

-La mar- decía el marino- no es una buena mujer siempre está esperando un descuido para ponerte los cuernos.

Tu padre empezó a hablarle y a contarle sus historias de cocinero mercante y el marino contó las suyas, y los dos rieron y bebieron y lloraron y recordaron y hubo un momento en la noche en que ya nadie quería oir al francés ni a tu padre en el bar, aún así continuaron las historias, incluso se mostraron cicatrices de naufragios y morenas y tatuajes con nombres de mujer de taberna.

-A mí la mar me echó de su cama -dijo tu padre-, al menos, el médico dice que no podré embarcarme más.

Después de muchas invitaciones de un lado a otro llegó la hora de ir a dormir y tu padre acompañó al francés del mono en el hombro. Sólo los perros callejeros y los serenos arrastraban su vigilia por las calles.

-Sabe, es usted un buen hombre -dijo tu padre- si es verdad que quiere comprar una mujer y promete que la tratará bien, yo le vendo a mi hija.

- Es verdad, y la trataré como a una reina. Además pormeto que no verá jamás la mar una vez vivamos en la campiña, así no se me enfermará de nostalgia.- Dijo el francés mientras caminaba como si se acabase de bajar del barco.

sábado, 18 de octubre de 2008

La familia


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Ese escalofrío que hace temblar un instante todo el cuerpo. Ese que te habla de la inminencia del enfrentamiento o de lo inevitable. Sí, mientras Concha Pérez Laínez subía hasta el cuarto C, se miró un momento en el espejo del ascensor y vio ese temblor descontrolado que acompaña al escalofrío.

No estoy preparada, pensó, aunque a decir verdad nunca había estado preparada. Conchita hija, le diría su madre y la mecha empezaría a arder.

Mientras salía del ascensor soltó todo el aire que tenía dentro para que la inspiración fuera profunda y llenarse de aire de nuevo, lo soltó despacio y volvio a respirar con normalidad al tiempo que tocaba el timbre.

Ya está aquí la tita Conchi, su hermana Laura había llegado antes. Dejó sus cosas, besó a la sobrina, al cuñado, le dijo hola a Tobi agarrándole de los carrillos y rascándole detrás de las orejas y se dirigió a la cocina para encontrarse con su madre, su hermana y los preparativos del almuerzo.

Agarró la olla de mejillones, empezó a ponerles encima la salsa rosa y a colocarlos en la bandeja. La conversación comenzó por la ropa de la niña y las calificaciones del colegio ¡Que dure! pensó Concha Pérez Laínez y le dió la impresión de escuchar como un eco repetido con la voz de su hermana y con la voz de su madre, que dure, que dure. La conversación derivó a la cosmética, media hora y bien, todo relajado. Su cuñado, desde el marco de la puerta de la cocina, con un quinto de cerveza en la mano dijo, abuela, vaya mierda de casco antiguo que no hay un puto aparcamiento, media hora para dejar el coche. Por qué no vas a jugar con la niña, dijo Laura. Está entretenida viendo la tele.

La verdad es que está fatal el aparcamiento en Cádiz, todo el mundo lo dice, dijo la abuela. Su cuñado atacó por sorpresa: ¿cuántos te faltan para los cuarenta, Conchita? Tan de sorpresa fue que no levantó el escudo. Dentro de cuatro meses cumplo treinta y nueve, listo, dijo sonriendo, la vieja es mi hermana que cumple cuarenta y tres. Le dió de lleno. No, digo para los cuarenta novios. La mecha de su hermana se encendió. Conchita hija, la suya también. Estaba harta, los ejercicios respiratorios no habían servido. Son muchos más de cuarenta, se defendió, los tíos son tan debiluchos que no me duran. Pues en mi barrio las chicas con tantos novios tienen un nombre.

Así que cuarenta minutos, era lo que había durado su paz interior en el interior de la paz familiar. Pues hoy no iba a llorar a las primeras de cambio. Hoy Concha Pérez Laínez iba a quemar las naves, estaba hasta, hasta... el coño.

Sí, dijo sonriendo, yo es que soy muy puta, si quieres, como eres el marido de mi hermana te la como gratis en el cuarto de baño.

Conchita por Dios, dijo la abuela, te mereces esa contestación por impertinente, dijo su hermana encendiendo la mecha del marido.

¿Ahora o después de comer? dijo su cuñado para molestar a Laura. Pero Concha Pérez Laínez no se echó atrás: ahora, así me quito el sabor del semen con la comida. ¿No quieres ver cómo tu marido te pone los cuernos con tu hermana? La abuela ya estaba llorando sentada en la mesa de la cocina y él por no dar su brazo a torcer fue al baño y Concha Pérez Laínez fue al baño y Laura muy crispada fue al baño.

Miró a su cuñado y vio la sombra de una duda en sus ojos. Tenía ventaja, se arrodillo ante él, bajó la cremallera y se la sacó. Él no habló, su mujer le miraba con los labios muy apretados. Vaya, si no se te pone dura. Hace años que no se le pone dura, dijo su hermana. Ahora comprendo por qué fue la polla de Alberto y no este colgajo el que enjendró a Laurita...

Todos comían con lágrimas en los ojos. Su madre había suspirado varias veces mientras comía la sopa. Incluso Laurita estaba callada, quizás intrigada por la nueva forma de mirarla de su padre. Tobi en su linea seguía de adorno sin un sólo gruñido.

Ya con el flan por delante, Concha Pérez Laínez preguntó ¿por qué tenemos que venir todos los domingos a meter los dedos en las heridas de los demás? Porque somos una familia Conchita hija, dijo su madre cerrando puertas a otras posibilidades.

Se despidieron con besos y ojos cansados de lágrimas hasta el domingo siguiente. Concha Pérez Laínez le dijo a su cuñado con tono maternal en un susurro mientras se despedían, no te preocupes por lo de la flacidez que se te pasará, y recordó haberlo dicho antes, al menos a un par de sus más de cuarenta novios.

miércoles, 15 de octubre de 2008

¡Qué bien! La niña de las trenzas negras le había regalado una flor y le había dicho, ahora somos novios, me tienes que dar un beso.

Naturalmente, él no se lo había dado. Tenía ganas, pero Manolito y Antonio ya se estaban riendo y no quería que se rieran más, si no iba a tener que defender su honor a pura piña y no podría jugar al futbol en el recreo. Por eso le dijo después del recreo.

Cuando sonó el timbre que anunciaba el final de recreo salió a toda pastilla para la clase, pero Susana había sido más lista y estaba ya en la puerta del aula esperando su beso. En la boca como los mayores dijo. Y se dieron un beso suave y delicado como corresponde a unos niños de nueve años.

Lo que él no esperaba era lo que iba a pasar en la clase. Susana levantó el brazo lo más alto que pudo, y así lo mantuvo hasta que la señorita Nieves le preguntó qué quieres Susana. El Israel me ha dado un beso en la boca y quiere ser mi novio.

Todos sus compañeros se rieron y la señorita Nieves también, él se puso colorado y miró a sus amigos y sus amigos lo miraron.

Mujeres, si no existieran qué sería de nuestros sueños. No sabía lo que significaba, pero su padre lo decía a menudo refiriéndose a su madre, así que lo soltó como si supiera lo que estaba diciendo y todos dejaron de reírse. Menos la señorita Nieves, claro.

lunes, 13 de octubre de 2008

¿Qué son los días grises por la ventana? Nada. Para un loco como él simplemente eran un cambio de tonalidad en las cosas. Era una lástima que en el pabellón no hubiera nadie que creyese ser Dios, así le podría pedir que los días fueran de distintos colores. Le gustaría ver un día lila, por ejemplo, pero sin esos plásticos que le había conseguido el médico.

sábado, 11 de octubre de 2008

Encuentros

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Él se dedicaba a contar los segundos que tardan en caer las hojas de otoño. Ella a soplar insistentemente esculturas de barro para insuflarles más vida de la que ya tenían. En algún momento sus sombras se fundieron pero ellos no parecían darse cuenta de que el sol los miraba con un mismo ojo.

Cada vez que él lo intentaba perdía la cuenta porque las cuatro letras del amor se le cruzaban por la mente. Los árboles se quedaban pelados esperando el invierno y las cuentas sin hacer.

Ella tenía dolor de cabeza porque llevaba todo el día soplando a un pensador de barro que había en el escaparate de una tienda. La dependienta miraba con mala cara y cuando cogió el teléfono se fue al parque donde él perdía las cuentas y se sentó en su mismo banco. Cada uno miraba a un lado pero el sol los miraba con un solo ojo y sus sombras se fundieron.

Me gustaría ser más inteligente para contar más allá del amor, dijo él absorto en sus pensamientos. Me gustaría ser como los dioses para ir más allá de la vida, pensaba ella en voz alta. Sus sombras empezaron a jadear de tan juntas que estaban y de la tierra que ocupaban empezó a salir olor a yerbabuena.

El tiempo entonces suspendió sus labores para ir a secarse el sudor y sus arrugas paralizaron el avance atroz hacia la muerte. Fue en ese instante en que el tiempo no estaba presente cuando sus miradas se cruzaron por casualidad y se vieron obligados a mirarse eternamente mientras el tiempo lamía el curso de los ríos. Para cuando volvió a empujar la noria del mundo ya estaban enamorados, ya sus sombras vivían juntas, ya sus ojos habían entrado en los del otro y habían descubierto un lecho de hojas que soplar y una brisa marina que casi (sólo casi) daba la vida.

Se besaron. Se acostaron juntos y se convirtieron en el placer cotidiano el uno del otro. Él le contaba los lunares de la espalda y las pecas y ella le soplaba en el cogote después de hacer el amor.

viernes, 10 de octubre de 2008

9-12-92

Soledad, soledad de mi amargura
has estrechado tanto los caminos
que tengo que caminar sin vecinos
y mi alma de algodón se vuelve dura.

Soledad, soledad de mi tortura
si en soledad son los pasos divinos
¿por qué meláncolico entre los vinos
de tristeza alimento tu hermosura?

Soledad, soledad que me acompaña
cuando me acerco al lecho de otro río
y sólo hallo cacío de guadaña.

Soledad, soledad del desvarío,
de roca es el aliento que me empaña,
convertiste mi pecho en mármol fríol.

jueves, 9 de octubre de 2008

Conversación para hilar un espectáculo.

¿Saben lo que es un cotilla? un narrador sin estilo. Un voayer de las vidas ajenas. Aunque claro, vidas ajenas, todo el mundo sabe alguna vida ajena. También hay quien dice que es un observador, queda mucho mejor y más intelectual que decir que uno es un mirón.

Yo que me las doy de intelectual tengo que decir que me gusta observar. Atender con la mirada y los oídos hasta descubrir algún punto donde apoyar la imaginación para inventarle historias a la gente.

También así se conoce a la gente, no crean, y la gente le conoce a uno. Unos dicen ya viene el mirón, otros ahí va el cotilla del barrio. Los intelectuales piensan, mira, ese observador tan sagaz, algo estará investigando para su próxima novela, si yo no escribo novelas.

Pero en definitiva, quien se fija en quien se fija también es un posible cotilla. Un poco cotillas somos todos, si no, qué hacen aquí enterandose de las historias, además ¿no se han fijado..., (introducción al primer cuento)

martes, 7 de octubre de 2008

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Concha Pérez Laínez veía cómo aquel tipo en el ascensor se estaba quitando los pantalones.

Concha Pérez Laínez veía cómo aquel tipo en el ascensor se quitaba la camisa.

Concha Pérez Laínez veía como aquel tipo se quitaba sus pequeñas prendas de ropa hasta la desnudez completa.

Concha Pérez Laínez fue besada, magreada, tocada, rozada y babeada, también ella se quitó la ropa.

Concha Pérez Laínez pensó que el ascensor era muy lento o el piso era muy alto mientras mordía a aquel tipo desconocido.

Pensó que tal vez estaba en New York. ¿Pero qué hacía ella en Nueva York?

Poco a poco fue sintiendo cómo todo se evaporaba. O mejor dicho; sintió cómo cobraban fuerza la cama, las paredes, la mesita de noche. Seguía con los ojos cerrados pero era imposible seguir soñando y se daba cuenta de cómo el sueño dejaba paso a la imaginación, así como estaba... a imaginar, se dijo.

domingo, 5 de octubre de 2008

Paranoia de un día con dolor de pies.


Cientos de vidrios, muchos espejos, botellas, frascos, tarros, bombillas, lámparas. Todo desparramado por el suelo de la Tierra. Y los hombres, condenados a caminar descalzos, tratan de sonreirse mutuamente cuando se cruzan para hacerse más llevadera la pena. Pero el dolor de pies es el dolor del cuerpo entero, y cuando los pies están ensangrentados, mordidos hasta el hueso por crueles bocas transparentes duele hasta el alma.

Se cruzan constantemente y se hacen muecas abstractas de falsas sonrisas. La sangre resbala por los cristales y riega los campos. Los campos florecen de sueños gitanos de luna lunera roja de lunares blancos bata de cola roja de lunares blancos espejo blanco.

El único hiperrealista en un mundo de sueños. Los únicos humanos enteros entre muecas cubistas son el fakir, la fakira y los niños fakiritos. Muchos años antes de la condena ya vivían en el vidrio roto.

Los niños fakiritos juegan revolcandose en el vidrio, mamá fakira trabaja sonriendo franca, amablemente a todos los condenados que sólo muestran rostros de dolor eterno y envidia eterna. Papá fakir cocina estupendas ensaladas con tarros de espárragos, frascos de guisantes y de tomates..., y por supuesto, de vez en cuando, cuando piensa que se lo merece, se traga la botella de un buen coñac o del mejor wisky que puede encontrar metiendo sus prodigiosos brazos entre los vidrios rotos.

viernes, 3 de octubre de 2008

La Vane

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La Vane es la novia de mi vecino, el Juaki, y mi novia dice que viene en bragas a pedirnos sal, o vasos limpios porque los suyos están todos en el lavaplatos. La Vane dice que no son bragas que es un short y un top ajustado. Para mi novia, ya digo, bragas y sostén.

El Juaki y la Vane han hecho una pequeña reforma en la casa y la Vane se ha quedado con los albañiles para supervisar y por si querían algo. Mi novia dice mírala y yo la miro y las tetas de la Vane no se salen por encima del top ajustado porque porque..., bueno no sé por qué, no me explico como no se le salen los melones, debe llevarlos pegados o algo, imagino que los albañiles deben pensar lo mismo. Es verdad que los shorts de la Vane son especialmente parecidos a las bragas del resto de las mujeres con dinero para lenceria.

La Vane también viene de vez en cuando con el cuerpo liado en una toalla para la cara, recién salida de la ducha, a pedir tabaco porque le gusta fumarse un cigarro mientras se le seca el pelo y ya no va a bajar a comprar así liada en una toalla. Mi novia piensa que por qué no, que se le ve menos que con su ropa de diario.

A la Vane también le gustan las transparencias, no, en el pelo no, como se estaban imaginando, sí, en la ropa. Eso de la camiseta debajo no entra dentro de su idea de la moda o algo así, y va como las chicas de la pasarela cibeles. Por supuesto, la Vane no sabe lo que es un sujetador, o los usa de top, no debajo de las blusas transparentes.

Ustedes estarán pensando que la Vane es motivo de discusiones acaloradas entre las parejas de la vecindad. Ya sé, ustedes estarán pensando que qué pelotazo tener una vecinita como la Vane, que es una fantasía erótica de cualquier hijo de vecino con fantasías eróticas, algo así como la tentación vive arriba y la Marilyn y todo eso. Pues tienen ustedes un problema con la realidad.

Su problema es que ustedes no han visto a la Vane. El problema con la realidad de la Vane es que no se ve reflejada en el espejo como la vemos los demás. La Vane no está buena. La Vane no es guapa. Ni siquiera es de esas chicas que tienen un no sé qué que son atractivas. No. Tampoco es simpática. No tiene una conversación inteligente. No sabe ser morbosa, ni mira con deseo contenido ni nada de eso. Como se diría en Cádiz, la Vane ná de ná.

Las demás mujeres del vecindario miran a la Vane como se mira a una chica hortera y gris. Y los hombres del vecindario tratamos a la Vane como se trata en esta ciudad a los "picaítos" (sí, esa gente que tiene una marea menos). Pero quizás en esta ciudad todos tengamos problemas con realidad.

PD: Por si no se lo han imaginado, la de arriba no es la Vane.

miércoles, 1 de octubre de 2008

Las puertas del pentágono (Final)

Imagen de la red
Me gustaría tener un espejo para poder hacer una comprobación. No sé si pasa el tiempo mientras me decido. Me gustaría saber si me han crecido las arrugas, el pelo o la barba mirándome a un espejo. Supongo que sí, pues la barba me crece y estoy cada vez más hambriento, pero como no sé cuál es la puerta de la cocina, no abro ninguna.

Después de pensarlo lo más seriamente posible creo que tengo que abrir cualquier puerta, caso de que alguna se pudiera abrir. Es más, me debería asomar a todas y decidir después. No importa qué puerta sea la primera. Me he acercado a todas, pero no he reunido valor suficiente para tocar siquiera el pomo. ¿Tendré que morir aquí de inactividad, de miedo y de hambre?

El orín huele cada vez peor, así que me pongo a gritar y me abalanzo sobre la puerta inmaculada de la izquierda y entro con los ojos cerrados. Solo escucho mi grito, así que decido callarme sin abrir los ojos esperando cualquier cosa, por no decir nada. Ahora he elegido mi futuro, aunque puedo perfectamente volver atrás. Como no oigo nada decido abrir los ojos. He avanzado sólo unos pasos más allá de la puerta del futuro y me encuentro en la penumbra de un pasillo. Me separan unos diez metros de un arco a través del cual veo una calle solitaria por donde, al parecer, no pasa nadie.

Decido volver para abrir el resto de las puertas y ver qué hay tras ellas. Me asomo por la puerta por la que he salido y con gran asombro compruebo que en la habitación pentagonal sólo hay una puerta, esta en cuyo umbral me encuentro, busco con la mirada la mancha y con la nariz el olor de mis meados pero estos han desaparecido. Comprendo que la habitación pertenece al pasado o a mi mala memoria, doy media vuelta y cierro la puerta que seguramente desaparecerá en unos instantes y me dirijo a la calle solitaria. Imagen de la red