viernes, 23 de enero de 2009

Olimpiadas


Foto de la red


Aquel verano en el campo nos lo pasamos entrenando para las olimpiadas. Escuchabamos los récords de Munich y nos íbamos a correr por el campo dando saltos y brincos al límite de nuestras fuerzas y risas, y haciendo competiciones de natación y buceo en la alberca de la huerta grande.


Cuando volvimos cuatro años después, a ti te habían crecido tetas y a mi unos granos horribles en la cara y una timidez que aún me dura. Yo te escribía versos a lo Bécquer que no te daba, tu hacías coreografías de los bailes de moda con tus amigas y la Comaneci brillaba en Montreal, aunque no tanto como lo hacías tu en mis sueños adolescentes.


Dos años después te moriste de leucemia casi de repente. Así que cuando llegaron las olimpiadas de Moscú, Estados Unidos no fue y yo no acudí a verlas a la televisión. Preferí pasearme por el campo y bañarme solo en la alberca de la huerta grande para sentir la huella de unos niños que no iban a morir nunca.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Cito la cita:

―Los niños que no mueren son tan misteriosos como la propia tristeza ―dijo Ardid con ojos pensativos―. No sé a dónde fui, querido Trasgo. No sé dónde, ni por dónde vagará aquella niña (Ana María Matute: Olvidado Rey Gudú).